sábado, 14 de octubre de 2017

Dones de Dios en la oración (teología de la oración)

Maravillosamente, y de manera imprevista, Dios tiene como oficio amar, y el amar en Dios es darse. No lo hace en virtud de nuestros méritos, ¿cuáles?, sino en virtud de su amor, de sí mismo. El ejercicio de la oración es una receptividad para el don que es Dios mismo y para los dones que Él quiere comunicar libremente.

Sus dones son constantes. Otra cosa bien distinta es que nuestros sentidos estén embotados, distraidos y metidos en sus cosas y no sintamos ni la presencia de Dios ni su actuación en nuestra alma. Pensamos que Dios no está ni se comunica y sin embargo somos nosotros los que en muchos momentos somos incapaces de sentir y percibir a Dios.

Como las aguas profundas están calmadas y en paz aunque en la superficie haya oleaje, así nuestra alma, débil, experimenta oleajes, ya sea por la imaginación y las distracciones, ya sea por sequedad y largos períodos de purificación, mientras que en lo más interior del alma, sin que lo sintamos, Dios está dándose.

Detengámonos ahora en ver qué da Dios, qué entrega gratuitamente al alma. Así aprenderemos a ir a la oración para buscar a Dios, sólo a Dios, y recibir humildísimamente lo que Él se digne dar.


"... para una infusión de Amor, en lo secreto...

Es posible responder, conservando en la acción de Dios su carácter necesariamente misterioso: son "las cosas de mucho secreto" que pasan "entre Dios y el alma" (1M 1,3). Escuchemos a nuestros dos doctores decirnos este maravilloso enriquecimiento que Dios procura al alma: "Dios enseña el alma y la habla de la manera que queda dicha... Pone el Señor lo que quiere que el alma entienda, en lo muy interior del alma, y allí lo representa sin imagen ni forma de palabras, sino a manera de esta visión que queda dicha. Y nótese mucho esta manera de hacer Dios que entienda el alma lo que El quiere y grandes verdades y misterios" (V 27,6). "Es Dios, el cual oculta y quietamente anda poniendo en el alma sabiduría y noticia amorosa... Pero los bienes que esta callada comunicación y contemplación deja impresos en el alma, sin ella sentirlo entonces, como digo, son inestimables; porque son unciones secretísimas, y por tanto delicadísimas, del Espíritu Santo, que secretamente llenan el alma de riquezas" (L 3, 33. 40).

Esta acción divina, que enriquece y purifica a la vez "enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor" (2N 5,1). Conocimiento que conduce al amor, Amor que asegura el verdadero conocimiento por connaturalidad.

El alma penetra entonces de manera viva en los altos misterios de Cristo que se iluminan poco a poco. ¿Podría ser de otra forma ya que en él "habita corporalmente la plenitud de la divinidad" (Col 2,9) y "están encerrados todos los tesoros del saber y del conocer" (Col 2,3)? ¿Cómo no aspiraría a ello ya que su gracia, filial, la hace parecerse a Cristo? Estas dos verdades muestran hasta qué punto Cristo es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6) de la oración. Con el "buen Jesús", como diría santa Teresa, "es el modo de oración en que han de comenzar y demediar y acabar todos" (V 13,12). Cualquiera que sea la etapa en que Dios lo sitúa, aquel que ora deberá buscar a Cristo y permanecer con él, incluso si, en cierto momento, la figura del Salvador pareciera estorbar. En efecto, en la noche purificadora, los rasgos del rostro de Jesús que le gustaba considerar, pueden parecer que desaparecen bajo la invasión de la luz divina; queda un cierto sentimiento de la "presencia amiga" que surge de la oscuridad misma. Sobre las cumbres, el alma encuentra en plenitud al Bienamado en quien ha sido transformada; puede entonces gritar con toda verdad: "Para mí, la vida es Cristo" (Flp 1,21).


Pero esperando estas "claridades de la aurora" donde la luz del "Sol de justicia" ofrece todo su resplandor, hemos podido describir esta acción misteriosa de Dios porque, aunque secreta, tiene efectos en nuestra psicología natural. Para no quedarse muy desconcertado, hay entonces que saber que la acción positiva de Dios es percibida habitualmente de forma negativa. Los efectos son antinómicos. Hay que estar agradecidos a san Juan de la Cruz por habérnoslo explicado, por permitirnos "mantener" en la plegaria, en la oración, sin ver nada, ni sentir nada. El Espíritu Santo, que viene "en ayuda de nuestra debilidad porque no sabemos orar" (Rm 8,26), es "Espíritu de verdad" (Jn 14,17). Como verdad, Él es luz, pero esta luz divina, trascendente, ciega y pone la inteligencia en la noche. Por lo demás, es también "fuerza de lo alto" (Lc 24,49), pero ésta nos aplasta y nos hace sentir nuestra debilidad. La voluntad, como la inteligencia, está entonces en la noche, porque la fuerza de Dios "da toda su medida en la debilidad" (2Co 12,9) del hombre. Es importante saber que, en la contemplación, estos signos, aparentemente negativos, pueden convertirse en la prueba de una acción auténtica de Dios"

(RETORÉ, F., La foi, chemin de l'oraison, en: Communio, ed. francesa, X,4, juillet-août 1985, pp. 103-104).


La gracia y la debilidad se dan la mano en todo el proceso.

Débiles, purificados constantemente, hemos de mantener la oración en la cual se nos va dando un conocimiento íntimo, único, de Dios. Mejor, se da Él mismo.

Además, todo el camino de la oración es cristológico y cristocéntrico: se vive en Cristo, se camina en Cristo, se desea unirse en plenitud de amor a Cristo. Pero para ello, todo lo que nos sobra, y las ataduras, y las imperfecciones, sufren con su luz un desvelamiento de su maldad e impureza. Él con su Espíritu Santo irá purificando y llevando al alma.

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