jueves, 3 de noviembre de 2016

Sobre la esperanza (y IV)

La esperanza, tan bella, tan serena, tan necesaria, va transformando nuestra existencia y orientándonos hacia la "sustancia" sobre la que fundamentarnos.

Pero esta esperanza, virtud teologal, sobrenatural, no es sin más un sentimiento personal, ni siquiera una actitud personal y privada; posee una innegable dimensión social y también cósmica, que afecta a la creación entera.

Son las palabras del artículo del card. Ratzinger que vamos leyendo poco a poco, las que nos ofrecen esta dimensión social y cósmica de la esperanza enmarcándola como un componente del franciscanismo. Está en Communio, ed. francesa, IX, 4, junio-agosto 1984.


"c. La dimensión social y cósmica de la esperanza

Falta una cuestión. Se podría objetar a lo que acabamos de decir que una vez más todo esto tendería a la fuga a la interioridad y que el mundo en cuanto accidente estaría condenado a la ausencia de esperanza. Se trataría en realidad precisamente de crear tales condiciones de vida que la fuga a la interioridad fuera inútil ya que el sufrimiento estaría evacuado y el mundo mismo se convertiría en paraíso. Evidentemente no podría ser cuestión de intentar, en el marco de estas reflexiones, debatir las teorías marxistas y evolucionistas sobre la esperanza. Baste plantear aquí dos contra-cuestiones para devolver todo a una buena luz. Primero: la creencia del paraíso en medio de los hombres, ¿no está ya segura de ponerse en marcha cuando éstos serán librados de la furia de poseer y cuando su libertad interior y su independencia cara a cara ante los poderes y la posesión habrán despertado en ellos una gran bondad y una gran serenidad? ¿O, por otra parte, hacer comenzar la transformación del mundo, sino con la transformación de los hombres? ¿Y qué transformación podría ser más liberadora que la que engendra un clima de alegría?

Llegamos ya a la segunda contra-cuestión. Comenzamos por una constatación: la esperanza, de la que Francisco es el garante, hizo todo lo contrario a un retiro interior e individualista. Engendró el valor de la pobreza y la aptitud a la vida en comunidad. Por una parte ha planteado, en la comunidad de los hermanos, de nuevos principios de vida común, y por otra parte ha aplicado a la vida cotidiana de la época, en la Tercera Orden, esta anticipación comunitaria del mundo por venir.


Aquí también, Buenaventura supo maravillosamente traducir en imágenes, en uno de sus sermones para el Adviento, esta amplia dimensión humana de la esperanza. Dice que el movimiento de la esperanza debe parecerse al vuelo de los pájaros que despliegan sus alas y movilizan todas sus fuerzas para moverlas, para hacerse por completo movimiento, para levantarse. Así, aquel que espera debe, según Buenaventura, poner sus fuerzas en movimiento, hacerse, a sí mismo y a todos sus miembros, movimiento, para elevarse, para responder a la exigencia de la esperanza. Buenaventura lo expone con detalle, en una sublime mezcla de sentidos interiores y de sentidos exteriores: aquel que espera debe "levantar la cabeza" dirigiéndose hacia lo alto, los "ojos" para la circunspección de su pensamiento y de su ser, el "corazón" abriendo sus pasiones, pero también sus manos para su trabajo. A la dinámica de la esperanza, al movimiento integrante del hombre que quiere ser, pertenecen el trabajo físico y concreto sin el cual el hombre no puede elevarse.

Repitámoslo, sin imagen esta vez: en la figura franciscana de la esperanza que retoma exactamente el modelo trazado por la Carta a los Hebreos, se trata de vencer las ganas de poseer. La posesión como "fundamento" del ser está superada por un nuevo fundamento, de manera que el hombre sea liberado de ella. Pero es precisamente esta sed de poseer la que cierra al hombre el paraíso: ahí está la clave también de la cuestión económica y de la cuestión ecológica, que están las dos sin esperanza si una nueva "esperanza fundamental" no viene a librar al hombre. Es por eso que el camino hacia lo interior, trazado por el Nuevo Testamento, resulta ser también el único camino hacia lo exterior, hacia el aire libre.

Aquí, la temática de la experiencia se amplía, por una necesidad interna, a la cuestión de la relación entre el hombre y la creación. El hombre está tan profundamente ligado a la creación que no puede haber para él ninguna salvación que no sea igualmente salvación de la creación. Pablo expuso este vínculo en el capítulo 8 de la Carta a los Romanos. La criatura espera, también. Importa aquí que la esperanza de la creación no tienda por ejemplo, a la capacidad de librarse un día del yugo del hombre. Espera más bien al hombre transfigurado, al hombre convertido en hijo de Dios. Este hombre le devuelve también su libertad, su dignidad, su belleza. Para él, se convierte ella misma en divina. Heinrich Schlier lo comenta así: toda criatura está orientada, se extiende en la espera de este acontecimiento. Es una infinita responsabilidad que así se confía al hombre: ser el cumplimiento de toda aspiración de la tierra y del cielo...

Pero por el momento, la creación experimenta lo contrario: está "sujetada a la vanidad, no porque lo quisiera, sino porque otro la sometió" (Rm 8,20). Aquél que la sometió es Adán. Adán representa al hombre que se entrega a sí mismo a la sed de poseer y a la mentira. Adán reduce la creación a la esclavitud; gime y espera al hombre verdadera que la hará ser ella misma. Está sujeta a la vanidad, es decir, que ella misma está implicada en la mentira ontológica del hombre; en lugar de testimoniar al Creador, se hizo pasar por Dios. "Ya no se la encuentra más en la verdad; ya no aparece como lo que es, es decir, como creación". También toma parte en la caída del hombre, y sólo el hombre nuevo puede ser su restauración; es a él a quien espera. Es de ahí de donde el sermón a los pájaros de san Francisco, vuelto todo su ser hacia la creatura, tiene su sentido teológico y humano profundo.

Francisco tenía toda la razón al tomar, aquí también, la Biblia al pie de la letra: "Anunciad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16,15). La creación misma espera al hombre nuevo y, cuando aparece, es de nuevo reconocible como creación, y así, se hace libre. Sólo la "esperanza fundamental" de la que se trata en la fe puede sanar la relación entre el hombre y la naturaleza.

Cuando, preparando mi conferencia sobre la catequesis, releía mi Catechismus Romanus, me llamó la atención, a propósito de la esperanza, una curiosa afirmación que se me había escapado hasta entonces. Las cuatro partes principales de la catequesis (símbolo, mandamientos, sacramentos, Padrenuestro) están relacionadas con las diferentes dimensiones de la vida cristiana. Del Padrenuestro, se ha dicho que nos enseña lo que el cristiano debe esperar. Relacionar así el Padrenuestro con la esperanza me ha sorprendido; esto no encaja con nuestras ideas habituales sobre una teología de la esperanza o sobre una teología de la oración. Y por tanto, me parece, esta observación va más allá. Es que la esperanza se esclarece en la oración. Lo que significa orar, lo comprendemos al comprender el problema de la esperanza. Y como el Padrenuestro nos da el canon de toda oración, nos da también la regla que gobierna el vínculo entre oración y esperanza.
 
Vale la pena seguir la pista abierta por esta observación del Catechismus Romanus que, a primera vista, parece curiosa y más bien arbitraria. El Padrenuestro tiene primero, por su contenido, algo que ver con la esperanza. Responde, en su segunda parte, a las angustias cotidianas del hombre y lo alienta a transformarlas, por la petición, en esperanzas. Se trata de la sustancia de cada día; se trata del temor del Mal que nos amenaza de múltiples formas; se trata de la paz con el prójimo; se trata de hacer las paces con Dios y de guardarse del verdadero Mal, que es la caída en la falta de fe, que es también falta de esperanza. Así la cuestión de las esperanzas remite a la esperanza misma: a nuestra aspiración al paraíso, al Reino de Dios, con la que comienza la oración. Pero el Padrenuestro es más que un catálogo de objetos de esperanza. Es la esperanza en camino: rezar el Padrenuestro es entregarse a la dinámica de lo que se pide, a la dinámica de la esperanza misma.

Aquel que ora es alguien que espera: no se encuentra aún en la situación de quien lo tiene todo, si no, no tendría necesidad de pedir; pero sabe que hay alguien que tiene la bondad y el poder de dárselo todo, y es a Él a quien extiende las manos. Aquel que ora, dice Josef Pieper, "se mantiene abierto a un don que, finalmente, no conoce; e incluso si lo que pidió concretamente no le es dado, sigue siendo cierto que su oración no ha sido en vano". Es por ello que los maestros de oración no podrían ser en ningún caso vendedores de falsas esperanzas; son, por el contrario, los verdaderos maestros de la esperanza".

*****************


La pausada lectura, en cuatro partes, de este amplio artículo del card. Ratzinger, habrá sido, sin duda, provechosa.

Sin duda, la esperanza es la menos conocida de las virtudes teologales, y probablemente, la que menos tiempo hemos dedicado a conocer. Ahora con estas cuatro catequesis, ya vistas, habremos obtenido una perspectiva más amplia de la esperanza.

¿Seremos hombres de esperanza? ¿Sabremos dar razón de nuestra esperanza?

1 comentario:

  1. Me ha gustado mucho la entrada. No he leído el Catechismus Romanus pero el Padrenuestro, la oración más bella, si ha encaminado mi esperanza.

    ResponderEliminar