sábado, 25 de septiembre de 2010

Democracia, grandeza y límites

La democracia es un sistema legítimo de organización social y política de un Estado. Mediante elecciones libres se eligen a los gobernantes. Es una gran ventaja: se supone que no estamos bajo el capricho arbitrario de nadie y los políticos buscan realmente el Bien común, basada en la Verdad, de la "Res publica", de los asuntos públicos.

Pero, siendo una grandeza, hay límites claros, o mejor decir "limitaciones". Porque hoy se entiende democracia no sólo como un sistema de organización política, sino como una forma de pensar, de vivir. 

 En función de este pensamiento erróneo, se piensa que es "democrático" el que todas las opiniones tienen el mismo valor. La Verdad se sustituye por los votos, por el consenso, por el común acuerdo: si se vota, y sale mayoría, entonces está bien lo que se haya aprobado, ya sea el aborto, ya sea la eutanasia, ya sea cualquier posible barbaridad... 

Se cree que lo democrático se convierte en igualitarismo y no en igualdad: se iguala por abajo, en lugar de procurar elevar y que sea valorado más quien más valga y lo demuestre; un reflejo de esto es el nivel cada vez más bajo en la enseñanza. La igualdad de oportunidades eleva, el igualitarismo va degradando.

Como es una "democracia", la autoridad que ordena se debilita: todo son derechos y nunca obligaciones. ¿Acaso ese concepto de democracia no rebaja la autoridad de los padres y de los educadores y los niños y jóvenes se convierten en pequeños tiranos?

Con esto, repito, quiero señalar los límites y la grandeza de la democracia. Y nos vamos al discurso de Benedicto XVI que parte de Santo Tomás Moro -conciencia y ley- y el sano concepto de democracia.

"Al hablarles en este histórico lugar, pienso en los innumerables hombres y mujeres que durante siglos han participado en los memorables acontecimientos vividos entre estos muros y que han determinado las vidas de muchas generaciones de británicos y de otras muchas personas. En particular, quisiera recordar la figura de Santo Tomás Moro, el gran erudito inglés y hombre de Estado, quien es admirado por creyentes y no creyentes por la integridad con la que fue fiel a su conciencia, incluso a costa de contrariar al soberano de quien era un “buen servidor”, pues eligió servir primero a Dios. El dilema que afrontó Moro en aquellos tiempos difíciles, la perenne cuestión de la relación entre lo que se debe al César y lo que se debe a Dios, me ofrece la oportunidad de reflexionar brevemente con ustedes sobre el lugar apropiado de las creencias religiosas en el proceso político.

La tradición parlamentaria de este país debe mucho al instinto nacional de moderación, al deseo de alcanzar un genuino equilibrio entre las legítimas reivindicaciones del gobierno y los derechos de quienes están sujetos a él. Mientras se han dado pasos decisivos en muchos momentos de vuestra historia para delimitar el ejercicio del poder, las instituciones políticas de la nación se han podido desarrollar con un notable grado de estabilidad. En este proceso, Gran Bretaña se ha configurado como una democracia pluralista que valora enormemente la libertad de expresión, la libertad de afiliación política y el respeto por el papel de la ley, con un profundo sentido de los derechos y deberes individuales, y de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Si bien con otro lenguaje, la Doctrina Social de la Iglesia tiene mucho en común con dicha perspectiva, en su preocupación primordial por la protección de la dignidad única de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, y en su énfasis en los deberes de la autoridad civil para la promoción del bien común.

Con todo, las cuestiones fundamentales en juego en la causa de Tomás Moro continúan presentándose hoy en términos que varían según las nuevas condiciones sociales. Cada generación, al tratar de progresar en el bien común, debe replantearse: ¿Qué exigencias pueden imponer los gobiernos a los ciudadanos de manera razonable? Y ¿qué alcance pueden tener? ¿En nombre de qué autoridad pueden resolverse los dilemas morales? Estas cuestiones nos conducen directamente a la fundamentación ética de la vida civil. Si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la democracia.

La reciente crisis financiera global ha mostrado claramente la inadecuación de soluciones pragmáticas y a corto plazo relativas a complejos problemas sociales y éticos. Es opinión ampliamente compartida que la falta de una base ética sólida en la actividad económica ha contribuido a agravar las dificultades que ahora están padeciendo millones de personas en todo el mundo. Ya que “toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral” (Caritas in veritate, 37), igualmente en el campo político, la dimensión ética de la política tiene consecuencias de tal alcance que ningún gobierno puede permitirse ignorar. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en uno de los logros particularmente notables del Parlamento Británico: la abolición del tráfico de esclavos. La campaña que condujo a promulgar este hito legislativo estaba edificada sobre firmes principios éticos, enraizados en la ley natural, y brindó una contribución a la civilización de la cual esta nación puede estar orgullosa.

Así que, el punto central de esta cuestión es el siguiente: ¿Dónde se encuentra la fundamentación ética de las deliberaciones políticas? La tradición católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación. En este sentido, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos".

(Benedicto XVI, Discurso a los representantes de la sociedad británica,
Westminster Hall - City of Westminster, 17-septiembre-2010).

 Los subrayados son elocuentes. Quedan como puntos:

-Ante todo, servir a Dios y a la propia conciencia, por encima de las leyes injustas.

-Hay que pensar y valorar el papel y el lugar de las creencias religiosas en el proceso político (por ejemplo: ¿se disimula si uno es católico al entrar en política, o uno vota y se expresa como si no fuera católico?)

-Si los principios morales y éticos se basan únicamente en el consenso, todo es frágil y cambia según las tendencias. La Verdad debe ser la base de toda política, no el relativismo.

-La política -y los políticos y gobernantes- debe regirse por la ética y la búsqueda del Bien común.

-La religión verdadera ayuda a purificar la razón, apartándola de sombras y de ideologías, para conquistar la Verdad y el Bien.

Pero el discurso sobre religión, razón y fe lo dejamos para otro día...

Espero que los comentarios ilustren y amplíen lo que aquí se presenta, especialmente por parte de los amigos y lectores "juristas" o más implicados en política y en, digamos, filosofía social.

6 comentarios:

  1. El tema que plantea hoy es interesantísimo. La democracia es una (no la única) forma lícita para la designación del gobernante. Pero la democracia no debe confundirse con la partitocracia hodierna. La auténtica democracia exige la existencia de un verdadero "pueblo", en el sentido de opuesto a "masa", en los términos que señalaba Pío XII en el Radiomensaje de Navidad de 1944:

    "Pueblo y multitud amorfa o, como se suele decir, «masa» son dos conceptos diversos. El pueblo vive y se mueve con vida propia; la masa es por sí misma inerte, y no puede recibir movimiento sino de fuera. El pueblo vive de la plenitud de la vida de los hombres que la componen, cada uno de los cuales —en su propio puesto y a su manera— es persona consciente de sus propias responsabilidades y de sus convicciones propias. La masa, por el contrario, espera el impulso de fuera, juguete fácil en las manos de un cualquiera que explota sus instintos o impresiones, dispuesta a seguir, cada vez una, hoy esta, mañana aquella otra bandera".

    No hace falta incidir en la eficacia de los medios de propaganda actuales para manejar la masa.
    Y donde no hay verdadero pueblo, sino sólo masa no puede tampoco haber una sana democracia.

    Cuestión distinta es que la democracia no puede servir para justificar la arbitrariedad en el gobernante ni que este pueda legislar contra las normas morales. La democracia hace referencia sólo a la forma de designación del gobernante, pero nada más. Designado este debe legislar conforme a los principios del derecho natural y gobernar según las exigencias del bien común.
    No podemos caer en lo que Juan Pablo II llama "superstición democrática", como si el gobierno elegido de esta forma no tuviera límites. Así decía en "Evangelium vitae":

    "En continuidad con toda la tradición de la Iglesia se encuentra también la doctrina sobre la necesaria conformidad de la ley civil con la ley moral, tal y como se recoge, una vez más, en la citada encíclica de Juan XXIII (Pacem in terris): « La autoridad es postulada por el orden moral y deriva de Dios. Por lo tanto, si las leyes o preceptos de los gobernantes estuvieran en contradicción con aquel orden y, consiguientemente, en contradicción con la voluntad de Dios, no tendrían fuerza para obligar en conciencia...; más aún, en tal caso, la autoridad dejaría de ser tal y degeneraría en abuso ». Esta es una clara enseñanza de santo Tomás de Aquino, que entre otras cosas escribe: « La ley humana es tal en cuanto está conforme con la recta razón y, por tanto, deriva de la ley eterna. En cambio, cuando una ley está en contraste con la razón, se la denomina ley inicua; sin embargo, en este caso deja de ser ley y se convierte más bien en un acto de violencia ». Y añade: « Toda ley puesta por los hombres tiene razón de ley en cuanto deriva de la ley natural. Por el contrario, si contradice en cualquier cosa a la ley natural, entonces no será ley sino corrupción de la ley ».

    Pido perdón por la extensión del comentario. Pero el tema es apasionante.

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  2. FIL:

    Nada que perdonar.

    Pero, ante su argumentación... ¿ahora qué digo yo?

    Saludos.

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  3. Muy buen artículo... y muy buena aportación de FIL. Ninguna de las dos exposiciones es contradictoria, como puede deducirse inteligentemente de la respuesta del padre Javier. Este tema lo he visto tratado por Ratzinger/Benedicto XVI en varias e importantes ocasiones. Aparte del recentísimo viaje apostólico a Gran Bretaña, están sus afirmaciones en el libro 'Ser cristiano en la era neopagana', que recoge variedad de ensayos del entonces cardenal Ratzinger; e igualmente se puede tomar luz acerca de este tema en las conversaciones Ratzinger/Habermas (y digamos que, antes de ellas, Habermas era un hueso muy duro de roer, no precisamente dispuesto al diálogo, como oí decir en un curso de este pasado verano al profesor Sergio Belardinelli).
    Podrñia dedicarse al tema "democracia-sociedad postmoderna" o "democracia-Iglesia" toda una tesis doctoral... Para mantemer un diálogo fluido en torno a este tema (que me apasiona y del que soy totalmente ratzingeriano), sugiero que lean mi artículo 'Twelve angry men': http://ameiric.blogspot.com/2010/03/twelve-angry-men-doce-hombres-sin.html
    No se trata de autopublicidad, Dios lo sabe, sino de propuesta de diálogo fructífero. Unno de los mayores grandes problemas sociales, morales y religiosos de hoy en día -o de la mentalidad hodierna actual, por dar más peso a la expresión- es que el conjunto de la 'masa social', en la acepción más peyorativa del sintagma -esto es, la acepción meramente gregaria- es la de que nuestros contemporáneos, el ciudadano de a pie, considera la democracia como un método para alcanzar la verdad de las cosas... Y esto con un doble y simultáneo error: la de manejar la opinión acerca de la verdad como si de una veleta se tratase, y la de, a la vez y paradójicamente, no creer en una verdad de las cosas. Sócrates luchó contra esta actitud sofística, y siglos más tarde Alcuino de York le alababa por ello. Creo que es momento de tomar las riendas morales y dialécticas de la cuestión. La voz del Maestro no propone la elección de una verdad por mayoría, sino una verdad en la que el hombre tiembla ante la certeza o no de su salvación. Puede que esto suene muy kierkegardiano, o muy trágico, pero es así. Si al corazón de la democracia le damos el impulso vital de la 'oboedientia' [y aún 'oboedientia fidei'] habremos ganado mucho en un camino en el que hoy, desgraciadamente, todos son maestros y ninguno discípulo. Pienso que, para salvar un sistema como es el democrático, habría que profundizar en el concepto de discipulado cristiano, tal y como puede leerse y extraerse del Evangelio. Nadie, hoy en día, puede mirar más alto en la fiabilidad de un sistema que requiere discipulado, formación, obediencia, seguimiento y disposición a darlo todo (todo, hasta la sangre) por Aquel que es la Verdad.
    Gracias.

    IN CHRISTO +

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  4. Alvaro:

    La aportación de FIL en ningún momento contradice lo expuesto en el artículo. Éste era el enfoque sobre la realidad de la democracia, grandezas y límites hoy, para entender la respuesta que da el Papa en su discurso. FIL, argumentando sólidamente, sigue planteando los límites de la democracia.

    De otra forma, y totalmente de acuerdo, está tu respuesta y el artículo que sugieres. Los puntos de partida tal vez sean distintos, pero todos llegamos a lo mismo.

    Aconsejo la lectura del artículo que ofrece Álvaro en su blog:

    http://ameiric.blogspot.com/2010/03/twelve-angry-men-doce-hombres-sin.html


    Esto es, sin lugar a dudas, formación católica sobre la democracia.

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  5. Hola Javier. Hasta ahora no había podido leer tu respuesta. Completamente de acuerdo en todo. Es un tema sobre el que meditar, leer y sobre el que formar(se). Para concluir, me quedo con tu frase:

    "Esto es, sin lugar a dudas, formación católica sobre la democracia".

    In Christo +

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  6. El problema no es sencillo.

    En primer lugar, bajo mi punto de vista, no tiene sentido hablar de "democracia" sin añadirle el apellido correspondiente. A lo largo de la historia, y a lo ancho de la geografía universal, se han dado modelos políticos más o menos democráticos que presentan entre si diferencias abismales, aunque hoy día cuando mencionamos el término parece que todos estemos hablando de la democracia parlamentaria liberal. La participación popular en la res pública puede encontrar cauces muy diversos en la realidad y, en consonancia con la DSI, la subsidiariedad es el principio fundamental sobre el que el edificio político democrático debiera fundarse. El foralismo tradicional español es un buen ejemplo, por más que el modelo fuese abolido por los monarcas absolutistas borbónicos. Un modelo éste, desde luego, muy alejado de los presupuestos de la democracia liberal.

    En segundo lugar, ocurre que en general el modelo más adecuado para cualquier pueblo y situación consiste en una conjunción balanceada (en función de la situación concreta) de diferentes aspectos de monarquía, república y democracia, en función del cuerpo social o político de que se trate.

    Un saludo.

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