sábado, 9 de enero de 2010

Cristo revela predicando sencillamente


Sino que cuando el hijo de Dios, hija mía, se apartó del Cielo y de la derecha de su Padre.
Cuando se apartó de su sede a la derecha.
No hizo, no realizó ese gran derroche,
No hizo ese gran abandono para venir a contarnos pamplinas
De cuatro centavos.
Palabras vacías.
Y enredos incomprensbiles.
Sino que, a ese precio, vino a decirnos los que nos tenía que decir.
¿No es así?
Tranquilamente.
Simplemente, honestamente.
Directamente. Primeramente.
Ordinariamente.
Como un buen hombre habla a un buen hombre. De hombre a hombres. No se entretuvo en embrollar todo esto.
Tenía algo que decirnos, nos dijo lo que tenía que decirnos...

Así vino él a nosotros con un encargo.
Tenía un encargo para nosotros de su padre.
Cumplió su encargo con nosotros y se volvió.
Vino, pagó (¡con qué precio!), y se va. No se puso a contarnos cosas extraordinarias. Nada es tan sencillo como la palabra de Dios.
No nos dijo sino cosas bien ordinarias.
Muy ordinarias.
La encarnación, la salvación, la redención, la palabra de Dios.
Tres o cuatro misterios.
La oración, los siete sacramentos.
Nada es tan sencillo como la grandeza de Dios.
Nos habló sin rodeos ni embrollos.
No empleaba refinamientos ni enredos.
Hablaba llanamente, como un hombre sencillo, crudamente, como un hombre en el barrio,
Un hombre con el pueblo.
Como un hombre en la calle que no busca sus palabras y no crea confusiones.
Para charlar.

(Péguy, El pórtico de la segunda virtud).

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