miércoles, 9 de diciembre de 2009

Educar para la liturgia VIII: Vida interior


"3. La vida interior, las formas externas y las obras

La obra de la salvación se realiza en la soledad y el silencio. En el diálogo silencioso del corazón con Dios se preparan las piedras vivas de las cuales está construido el reino de Dios y se modelan los instrumentos selectos que ayudan en la construcción. La corriente mística que atraviesa los siglos no es un afluente errante que se separó imperceptiblemente de la vida de oración de la Iglesia; ella constituye precisamente la instancia más íntima de su vida orante. Cuando rompe con las formas tradicionales, sucede porque en esa corriente vive el Espíritu que sopla donde quiere, que ha creado todas las formas de la tradición, y que va creando siempre nuevas formas. Sin el Espíritu y sin las corrientes místicas en las que Él se manifiesta no habría ni liturgia ni Iglesia.

¿No era el alma del salmista real un arpa cuyas cuerdas sonaban bajo la caricia del aliento del Espíritu Santo? Del corazón rebosante de la Virgen llena de gracia brotó el himno de gozo del “Magnificat”. El cántico profético del “Benedictus” abrió los labios enmudecidos el anciano Zacarías cuando vio realizarse visiblemente las misteriosas palabras del ángel. Lo que en aquel momento emanaba de los corazones inundados del Espíritu y encontraba su expresión en palabras y obras, fue transmitido luego de generación en generación.

La corriente mística de que antes hablábamos constituye de esa manera el himno de alabanza polifónico y siempre creciente al Creador, Dios uno, Trino y Salvador. Es por eso que no se trata de contraponer las formas libres de oración como expresión de la piedad “subjetiva” a la liturgia como forma “objetiva” de oración de la Iglesia. A través de cada oración auténtica se produce algo en la Iglesia, y es la misma Iglesia la que ora en cada alma, pues es el Espíritu Santo, que vive en ella, el que intercede por nosotros con gemidos inefables (Rm 8,26). Esa es la oración auténtica, pues “nadie puede decir ‘Señor Jesús’, sino en el Espíritu Santo” (1Co 12,3). ¿Qué podría ser la oración de la Iglesia, sino la entrega de los grandes amantes a Dios, que es el Amor mismo? La entrega de amor incondicional a Dios y la respuesta divina –la unión total y eterna- son la exaltación más grande que puede alcanzar un corazón humano, el estadio más alto de la vida de oración. Las almas que lo han alcanzado constituyen verdaderamente el corazón de la Iglesia, en cada una de ellas vive el amor sacerdotal de Jesús. Escondidas con Cristo en Dios no pueden sino transmitir a otros corazones el amor divino con el cual han sido colmadas, y de esa manera cooperan en el perfeccionamiento de todos y en el camino hacia la unión con Dios que fue y sigue siendo el gran deseo de Jesús.

De esa misma manera entendió María Antonieta de Geuser su vocación. Ella se sentía llamada a realizar la gran empresa del cristiano en medio del mundo y el camino que ella siguió tiene sin duda alguna carácter de modelo para los muchos que hoy se sienten movidos a comprometerse en la Iglesia a través de una entrega radical en su vida interior, pero que no les ha sido dada la vocación de seguir al Señor en el recogimiento de un convento.

El alma que ha alcanzado el grado más alto de la oración mística en la actividad apacible de la vida divina, no piensa ya en otra cosa, sino en entregarse al apostolado al que Él la ha llamado.

“Esa es la tranquilidad en el orden y a la vez la actividad liberada de toda atadura. El alma se presenta a esa lucha llena de paz, porque ella está actuando según el sentido de los decretos divinos. Ella sabe que la voluntad de su Dios se plenifica por el crecimiento de su gloria, pues, si bien muchas veces la voluntad humana pone barreras a la omnipotencia divina, es siempre la omnipotencia divina la que triunfa, y la que realiza una obra grandiosa con el material que queda. Esa victoria el poder divino sobre la libertad humana, que a pesar de todo permite obrar libremente, es uno de los aspectos más grandiosos y más dignos de admiración del plan de salvación... “(Marie de la Trinité, carta del 27 de septiembre de 1917). Cuando María Antonieta de Geuser escribió esta carta se encontraba ya en los umbrales de la eternidad, sólo un velo suave la separaba de esa última perfección que nosotros llamamos la vida de gloria.

En los espíritus bienaventurados que entraron a formar parte de la unidad de la vida divina, todo es uno: actividad y quietud, contemplar y obrar, hablar y callar, escuchar y expresarse, entrega total receptora del amor y sobreabundancia de ese amor que se derrama en cantos de alabanza y agradecimiento. Tanto tiempo como nos encontremos todavía de camino (y cuanto más lejana la meta, tanto más intensamente), estaremos sujetos a las leyes de la temporalidad, y no podremos prescindir del hecho de que para la realización de la vida divina en nosotros es necesaria una evolución y una complementación mutua de todos los miembros del Cuerpo Místico".

(Edith Stein, La oración de la Iglesia).

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