miércoles, 11 de noviembre de 2009

Educar para la liturgia III: Cristo ofreciéndose en la Eucaristía


"Cuando Jesús tomó el cáliz, dio gracias; aquí podemos pensar en las palabras de bendición que están contenidas en una acción de gracias al Creador. También sabemos que Cristo acostumbraba a dar gracias cuando, frente a un milagro, elevaba los ojos al cielo. Él daba gracias al Padre porque sabía que le escuchaba. Cristo da gracias por la fuerza divina que lleva en sí mismo y a través de la cual puede presentar a los ojos de los hombres el poder infinito del Creador. Él da gracias por la obra de salvación que ha venido a realizar, y también a través de ella, que en sí misma es glorificación de la divinidad trinitaria, porque por esa obra de salvación se renueva y embellece la imagen y semejanza divina de la creación que había sido deformada por el pecado.

De esta manera podemos interpretar la ofrenda perpetua de Cristo –en la Cruz, en la Eucaristía y en la gloria eterna del cielo- como una única acción de gracias al Creador, como una acción de gracias por la creación, la salvación y la plenificación. Cristo se ofrece a sí mismo en nombre del mundo creado, cuyo modelo es Él mismo y al cual ha descendido para transformarlo desde dentro y para conducirlo a la perfección. Él invita también a toda la creación a unírsele en el ofrecimiento de acción de gracias debido al Creador.

A la Antigua Alianza le había sido dada ya la comprensión del carácter “eucarístico” de la oración: las imágenes milagrosas del tabernáculo y más tarde el templo del rey Salomón, que había sido construido según indicaciones divinas, fueron interpretados como modelos de toda la creación que se reúne en torno a su Señor en actitud de contemplación y de servicio. La tienda, en torno a la cual acampaba el pueblo de Israel durante su peregrinación por el desierto, se llamaba “la morada de la presencia de Dios” (Ex 38,21). Esa era la “morada inferior” en contraposición a la “morada Superior”. El salmista canta: “Yahvé, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde se asienta tu gloria” (Sal 25,8), porque la tienda de la Alianza tiene el mismo valor que la creación del mundo.

Así como en la narración de la creación el cielo fue extendido como una alfombra, de la misma manera estaban prescritas numerosas alfombras como paredes de la tienda, y así como las aguas del cielo fueron separadas de las aguas de la tierra, así estaba separado el Santo de los Santos de los recintos exteriores por un velo. El “mar de bronce” está hecho también según el modelo del mar que fue contenido por las costas. Como símbolo de las estrellas del cielo se encuentra en la tienda el candelabro de los siete brazos. Corderos y aves representan la muchedumbre de seres vivientes que pueblan las aguas, la tierra y el aire. Y de la misma manera que la tierra fue entregada a los hombres, así se encuentra en el santuario el sumo sacerdote, que fue consagrado para servir y obrar en nombre de Dios. La tienda, una vez terminada, fue bendecida, ungida y santificada por Moisés, de la misma manera que Dios bendijo y santificó la obra de sus manos el séptimo día. Así como los cielos y la tierra son testigos de Dios, así habrá de ser su morada un testimonio de la presencia de Dios en la tierra (Dt 30,19).

En lugar del templo salomónico Cristo edificó un templo de piedras vivas, la comunidad de los santos. Cristo se encuentra en el centro mismo de ese templo como sumo y eterno sacerdote, y Él mismo es la ofrenda depositada sobre el altar. Y nuevamente vemos a toda la creación integrada en la “Liturgia”, en la solemne ceremonia divina: los frutos de la tierra como ofrenda misteriosa, las flores y los candelabros con las luces, las alfombras y el velo, el sacerdote consagrado, la unción y bendición de la casa de Dios. Tampoco faltan los querubines que, cincelados por las manos del artista, hacen guardia en formas visibles junto al Santo de los Santos. Semejante a los ángeles y como sus imágenes vivientes rodean los monjes el altar de la ofrenda y se ocupan de que los himnos de alabanza a Dios no enmudezcan, así en la tierra como en el cielo. Las oraciones solemnes que ellos elevan al cielo, en tanto que son los labios orantes de la Iglesia, rodean la ofrenda santa y traspasan y santifican todas las otras obras del día, de tal manera que la oración y el trabajo se convierten en un único “oficio divino”, en una única “Liturgia”.

Las lecturas de las Sagradas Escrituras y de los Padres, de los documentos de la Iglesia y de las proclamaciones doctrinales de sus pastores son un inmenso y constantemente creciente himno de alabanza a la acción de la Providencia Divina y al desarrollo evolutivo del plan eterno de salvación. Las oraciones matinales invitan a la creación entera a reunirse en torno al Salvador: los montes y las colinas, los ríos y las corrientes de agua, el mar, la tierra y todo cuanto habita en ellos, las nubes y los vientos, la lluvia y la nieve, todos los pueblos de la tierra, las razas y naciones y, finalmente, también los habitantes del cielo, los ángeles y los santos: todos, y no sólo sus imágenes hechas por manos humanas, han de participar personalmente de la gran Eucaristía de la creación –o más precisamente, nosotros hemos de unirnos a través de nuestra liturgia a su viva y eterna alabanza divina. Todos nosotros –y eso significa no sólo los religiosos cuya “profesión” es la alabanza de Dios, sino todo el pueblo de Dios- manifestamos nuestra conciencia de haber sido llamados a la alabanza divina cada vez que en las grandes solemnidades nos acercamos a las catedrales y abadías y cada vez que participamos de las grandes corales populares y a través de las nuevas formas litúrgicas nos integramos llenos de alegría a esa alabanza".

(Edith Stein, La oración de la Iglesia).

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