viernes, 7 de agosto de 2009

Sólo los santos reforman la Iglesia


Cada vez que en las épocas de crisis en la Iglesia, en los momentos de mayor descristianización de la sociedad, cuando la Iglesia (léase, los hijos de la Iglesia) se mundanizaba, el Espíritu Santo suscitaba siempre santos que la ayudaban, que revitalizaban la vida eclesial si se veía mortecina.
Una constante se da en todos los santos “reformadores”: eran hombres de Dios y con gran sentido de Iglesia, en comunión y obediencia indiscutida a la Iglesia. Tenían pasión por Jesucristo, lo amaban con la totalidad de su corazón. Buscaban siempre fomentar la radicalidad en el seguimiento, la predicación con sana doctrina, la vida sacramental fervorosa, la oración, la conversión de las almas, la piedad filial hacia la Virgen. No criticaban a la Iglesia, la amaban y generaban nuevas realidades eclesiales.


¡Qué lejos están de los presuntos reformadores de hoy! Éstos, se llaman a sí mismos “profetas” (¡qué osadía!), critican abiertamente a la Iglesia, su Magisterio y sus pastores; pretenden que el espejo de la Iglesia sea el mundo y la Iglesia se adapte a las formas mundanas modernizándose (democracia interna, las bases, el celibato opcional,una moral de actitudes y opciones, una presunta libertad de conciencia para apartarse de la Tradición y crear en la práctica una nueva fe...). Estos “reformadores” saltan al vacío dos mil años atrás, con un evangelismo que cada cual interpreta a su libre arbitrio. Todo lo ven malo en la Iglesia, y en vez de edificar desde el silencio como los santos, procuran ejercer una crítica amarga y corrosiva, cuanto más pública mejor. Son activos miembros de la secularización interna de la Iglesia. Son expertos en derruir sin edificar, en arrasar sin plantar. Son restos del 68 de francés, del disenso, de la contestación, hijos de la postmodernidad.


San Cayetano, a quien hoy celebramos, es un ejemplo del silencio reformador de los santos con gran amor a Jesucristo. La Reforma católica emprendida por la Iglesia en el siglo XVI fue un amplio, vasto y lento movimiento que se fue propagando por todo el cuerpo eclesial, dando una nueva fisonomía la Iglesia, originando corrientes vigorosas de espiritualidad y unos modelos de santidad especialmente grandes y normativos en la historia de la Iglesia.
San Cayetano de Thiène fundó el más antiguo y veterano de los Institutos sacerdotales, la orden de clérigos regulares (llamados Teatinos) junto a otros tres compañeros, entre ellos Juan Pedro Caraffa (más tarde, elegido Papa con el nombre de Pablo IV). Los teatinos serán portadores del trabajo de reforma eclesiástica. El fin último era la renovación espiritual del clero, y junto a esto, la predicación de la sana doctrina, el cuidado de los enfermos y la restauración de la práctica sacramental entre los fieles que se habían ido alejando o que asistían, muy tibiamente, a las iglesias. En ese espíritu de reforma, perfección y apostolado, hay que entender y valorar justamente la pobreza de los Teatinos. Los miembros de este Instituto debían practicar la pobreza evangélica en su forma primitiva, no poseer ninguna propiedad inmueble, no tener rentas, ni siquiera pedir limosnas, sino esperar, con tranquila confianza en la Providencia de Dios, la limosna de los fieles, renovando de esta manera en el clero y en el pueblo el fervor y dando buen ejemplo.

San Cayetano entregó su corazón al Corazón de Cristo. Cristo lo era todo para él, y por eso su obra no fue la crítica ni la secularización ni el modernismo, sino edificar la Iglesia. El amor de Cristo lo sostuvo; la Presencia de Cristo –tan humanísima y tierna para san Cayetano- lo convirtió en apóstol preocupado sólo por ayudar a la Iglesia edificando. Sí. Sólo los santos reforman la Iglesia.

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